Cuando tenía diez u once, dos o tres veces por semana, lo ayudaba al galletitero. O sea: él nos hacía creer que lo ayudábamos, para poder regalarnos galletitas sin cargo de conciencia o sin que la esposa lo retara. O quizás sea que el galletitero -como hubiera podido también hacer un quiosquero o un juguetero- regalaba su mercancía a pequeños inocentes para que la erijiéramos en ídolo en la bárbara sabana del consumo; para así, digo, malconducir -bajo la sonrisa inobjetable del generoso- a almas todavía puras a una falsa plenitud de los sentidos. En todo caso, nos regalaba galletitas, y nosotros lo sentíamos como un sueldo (algunos, los más radicalizados, llegaban a plantear que el tipo era un explotador no dispuesto a pagarnos vacaciones o jubilación; los más conspirativos hablaban de redes de explotación de inmigrantes en las que ocupábamos una posición oscurísima, dada nuestra condición de argentinos). (hablando de transiciones falsas, o de la falsedad de la transición, estaba releyendo a Cortázar para mi clase y descubrí que eso sí que lo hace bien: sus cuentos fantásticos son como el "cazanovias", ese que metés el dedo y lo sentís todavía libre pero cuando lo querés sacar está atrapado).
Pero volviendo al galletitero: decía que nos pagaba un sueldo (a mí en melitas y pepas) y que a veces nos dejaba ir subidos al paragolpes de atrás de la camioneta. Bueno, me acordaba de esto porque hoy volví a ver a un galletitero, aunque ahora de Berkeley, así que se pueden imaginar las diferencias. Muy simpático el señor; nos hizo comentarios de actualidad, nos dio a probar variedades y finalmente nos vendió unas doce galletitas de calidad inigualada. Yo probé un pedacito y casi de inmediato diles la razón a quienes preciaban el producto. No tengo foto del galletitero, pero algún día voy a mostrar las de las galletitas.